EL SOSPECHOSO
Carl Ferdinand Feigenbaum, también conocido con el alias de Anton Zahn, fue un homicida de origen alemán que resultó ejecutado en el año 1896, en la prisión de Sing Sing, tras ser condenado a la pena capital por ser autor del asesinato de la viuda Juliana Hoffmann, perpetrado dos años antes.
La víctima murió degollada de manera semejante a cómo el asesino operante en el este de Londres en 1888 finiquitaba a sus presas humanas. Se especuló que este criminal, que fuera sorprendido infraganti en el momento de consumar su ataque, no tuvo tiempo para desventrar y extirparle órganos a su agredida como era su intención, si en verdad hubiese sido Jack el Destripador.
Al menos así lo pretendió su abogado defensor quien, luego de ajusticiado su cliente, expresó esta creencia suya a los periódicos.
EL PROCESO Y LA VERSION DEL ABOGADO
A términos de la penúltima centuria la idea de que podían operarse crímenes carentes de las razones tradicionales, como el lucro, la codicia, el odio o la venganza no gozaba de crédito, dado el estado incipiente por el cual atravesaba entonces la criminología. Durante su enjuiciamiento penal el victimario fue patrocinado por dos letrados que actuaron de oficio. Uno de ellos fue William Sandford Lawton, quien era socio de un bufete de abogados de Nueva York. Luego de fallecido en la silla eléctrica su patrocinado, Lawton concluyó que no tenía ya razones legales para seguir atado por su voto de confidencialidad y optó por hacer públicas unas declaraciones que le había formulado su asistido, así como por dar sus opiniones personales respecto de determinado escabroso tema. Ese asunto consistía en que el curial estaba persuadido de que su malogrado cliente no era otro más que el, ya por esas fechas, célebre y tétrico desmembrador de prostitutas de Whitechapel, Inglaterra. En el curso de los dos años que mediaron entre la detención del matador de la señora Hoffmann y su ejecución, defensor y defendido sostuvieron muchas conversaciones y llegaron a construir una cordial relación. Debido a ello, el preso le habría confiado a Lawton que periódicamente se veía poseído por una enfermedad pasional totalmente absorbente que se apoderaba de él en forma irrefrenable, al extremo tal de que sólo podía satisfacer su ardiente amor hacia las mujeres matándolas y mutilándolas. En declaciones a la prensa norteamericana, el abogado manifestó que el impacto ocasionado por esa confidencia fue tan poderoso que no supo qué camino debía tomar, y que enseguida le vino a la mente el recuerdo de las carnicerías consumadas por Jack el Destripador en Londres. Señaló que comenzó a indagar los movimientos del convicto, y se enteró que este hombre se hallaba presente en Wisconsin cuando se produjeron unos crímenes de mujeres en aquel estado. Otro de sus asertos residió en que al insinuarle a su asistido acerca de su posible participación en los homicidios del East End aquél se puso repentinamente muy serio, y le respondió:
«El Señor es el responsable de mis actos, y sólo ante él puedo confesarme.»
Lawton insistió en que el tono empleado por su patrocinado implicó una clara confesión de culpa que lo dejó conmocionado, y lo determinó a cotejar las fechas de las mutilaciones victorianas con las actividades del penado. Dijo que, tras chequear esas fechas, le preguntó a aquél si había visitado Londres durante tales emergencias, a lo cual su representado contestó en todos los casos que sí, y luego cayó en un profundo y sepulcral silencio. Igualmente, se habría interrogado al alemán respecto de si disponía de conocimientos técnicos sobre cirugía y disección. En esta ocasión, según su abogado, el requerido:
«Fingió una ignorancia que no era natural.»
Esta actitud del reo indujo a Lawton a sostener:
«El hombre era un diablo. El motivo de sus crímenes era un espantoso deseo de mutilar. Me juego mi reputación profesional que si la policía rastrea sus movimientos en los últimos años, ello los conducirá a Inglaterra, Londres y Whitechapel. Ha viajado como marinero por toda Europa y estuvo en el tiempo de los crímenes en aquel país. A primera vista parecía un simplón, casi un imbécil, pero en realidad era un sujeto muy listo. Tenía medios propios como quedó demostrado por un testamento que hizo antes de morir, aunque siempre expresó que vivía en la mayor pobreza.»
También el fiscal de la causa, Vernon M. Davis, concordó con el parecer vertido por el defensor, agregando por su parte:
«Si se probara que Feigenbaum fue Jack el Destripador ello no me sorprendería tanto, pues siempre lo consideré un tipo astuto, rodeado de mucho misterio, y nunca se supo bien sobre su verdadera vida.»
De su astucia y su afán por despistar dio debida cuenta su comportamiento al cabo del juicio. Por ejemplo, declaró que era oriundo de Karsruhe, Alemania, aserto que fue contradicho por un testigo, quien aseguró que el preso le había comentado ser originario de una ciudad llamada Capitolheim. El encausado alegó haber hecho su arribo a los Estados Unidos en febrero de 1890. Esta información no fue ratificada y sólo se supo, con relativa certeza, que estuvo en este país luego de 1891. De acuerdo depuso otro testificante, el recluso le afirmó que era casado. También este dato queda en duda, puesto que no sólo no proporcionó detalles relativos a la existencia de su esposa sino que, al ser arrestado, se identificó frente a la policía como de estado civil soltero. Aseveró que su ocupación era de jardinero y que igual labor cumplía en Alemania. Trató en todo momento de ocultar que su actividad básica era la de marino mercante, aunque ciertas declaraciones suyas indirectamente avalan que esa resultaba su profesión. También escondió pormenores de su arribo y su estancia en Norteamérica. Se limitó a contar que, tras desembarcar en tierra estadounidense, había residido en Orange County, California. Más tarde, ante preguntas directas que le formularon en la corte, admitió haber residido sucesivamente en las ciudades de Port Austin, Michigan, Sioux Falls, Dakota del Sur y Sioux Falls, Oregón. No quedó claro si esas interrogantes le fueron planteadas porque le habían sido requisados documentos donde se mencionaban dichas ciudades -lo cual hacía presumir que residió en ellas- o a fin de comprobar si estaba conectado con crímenes o ataques contra mujeres que hubieran sucedido en esos lugares. En general, se mostró reacio a informar dónde estuvo afincado o qué clase de trabajos realizó. Lo más seguro fue que no entró al país de manera oficial, dado que en la Oficina de Migraciones no se ubicaron constancias del ingreso de ningún Carl Feigenbaum por aquellos días. Durante la investigación le fue detectada, dentro de la habitación que rentaba a su víctima, una caja conteniendo documentos varios.
Entre éstos destacaba un manojo de cartas enviadas por una mujer de nombre Magdalena. El condenado pretendió que se trataba de epístolas que le mandaba una señora desde Europa para que él después las hiciera llegar a manos de un marino conocido suyo de nombre Anton Zahn, quien al tiempo de las remisiones carecía de domicilio fijo. Pero lo más factible es que las misivas fueran dirigidas a él; extremo que indujo a pensar que ese debía ser su nombre verdadero y que Feigenbaum era un apellido falso. Sobre cuál conformaba su familia, al principio aseguró que vivía sólo en Estados Unidos y que tenía dos hermanos en Alemania, aun cuando luego se desdijo de esto último. Más adelante, se supo que tenía una hermana llamada Magdalena Strohband, y debió reconocer que las cartas se le habían enviado a él y no al pretendido Anton Zahn. Se especuló que podría haber escamoteado esos papeles para apropiarse de identidades ajenas. Por cuanto venimos relevando, aquel hombre era un mentiroso compulsivo y un manipulador nato, tal cual quedó patentizado por sus actitudes durante el proceso. Tales facetas pautan su personalidad definiéndolo como un psicópata criminal, en tanto esos rasgos devienen inherentes a este tipo de transgresores. En efecto, y de acuerdo explica Robert Ressler en su obra "Dentro del monstruo", pags. 114:
«…Entre los criterios básicos para reconocer el comportamiento de un psicópata se encuentran la negación, la mentira continua y el intento permanente de manipulación. Es típico de la forma en que una personalidad psicopática lo niega absolutamente todo… el asesino trata de matizar para dar a cada detalle un giro que lo favorezca. Muchos asesinos en serie niegan su responsabilidad, creyendo que mientras sigan mintiendo podrán seguir con vida… »
Aunque fue su abogado quien sugirió inicialmente la posibilidad de que este individuo hubiera sido Jack el Destripador, esta sospecha se diluyó con rapidez. Su otro letrado defensor no suscribió el mismo parecer, lo cual –adicionado al hecho de que William Lawton falleció en 1897 tras suicidarse por causas desconocidas, dando cabida a pensar que era inestable- conllevó a que los periodistas y la gente pronto se olvidasen de Carl Feigenbaum.
UN SIGLO MAS TARDE
La sospecha recaída sobre el marino ejecutado en Norteamérica reapareció, muchos años más tarde, con renovados bríos merced a una pesquisa del ex detective de la Brigada Criminal británica Trevor Marriott, el cual puso de nuevo sobre el tapete la candidatura de aquel malhadado degollador al cargo de haber sido el Ripper de la era victoriana. Marriott en su libro Jack el Destripador. Investigación del siglo XXI (pag. 335) condensa su caso contra Feigenbaum manifestando:
«…Creo firmemente que Carl Feigenbaum fue Jack el Destripador y que su nombre podrá ingresar a la historia como el del más notable asesino serial de todos los tiempos. Este hombre fue el responsable de una serie de horribles crímenes de pobres, infortunadas y desvalidas mujeres, a las que mató en tres continentes durante un período de seis años, llevándose el secreto de su identidad a la tumba luego de evadir la detección por más de un siglo. No obstante, los entusiastas de este tema todavía no estarán convencidos de que el misterio está resuelto, y nunca lo estarán. Para esa pequeña minoría el caso de Jack el Destripador se ha convertido en una parte integrante de sus vidas hasta el punto en que ahora están obsesionados por mantener el misterio...»
Las razones que determinaron al ex policía a postular con énfasis la culpabilidad del marinero germano se fundan en una escrupulosa búsqueda que emprendió revisando en los archivos navales los listados oficiales de los barcos mercantes que recalaron en puertos de la Bella Albión por las fechas en que se cometieron los homicidios de Whitechapel. Su inicial idea consistió en que un marino que formara parte de la tripulación del carguero Sylph, proveniente de Barbados, podría haber configurado el criminal. Estudios ulteriores, sumados a la imposibilidad de hacerse con las listas originales donde se relacionaba la tripulación de ese buque –de apenas seis marineros fijos y todos ellos de origen anglosajón–, indujeron a Marriott a cambiar de parecer, pues resultaba incierto que dicha embarcación hubiese atracado en muelles del Reino Unido cuando se verificaron los asesinatos. Extendió con mucho detallismo sus búsquedas a todos los puertos londinenses y concluyó que, entre agosto de 1888 y noviembre de 1889, en los muelles Royal Victoria y Saint Katharine´s habían anclado cuatro grandes navíos comerciales ingleses, a saber: el Silvertown, el Diógenes, el Kangaroo y el Calabria. No obstante, un examen aún más meticuloso de las listas le hizo percatarse que en similares fechas se operó un movimiento regular de mercantes alemanes de modesto calado que atracaron en los dos citados muelles británicos, así como en otros puntos próximos a los mismos. Estos buques teutones utilizaban asiduamente dichos muelles y viajaban entre Londres y Hamburgo o Bremen, siendo su tripulación, en todas las ocasiones, inferior a los veinte hombres. Nacería así la que Trevor Marriott diera en llamar la conexión alemana. El investigador afirmó haber establecido con certeza que tales embarcaciones practicaron paradas en puertos de Londres por la época de los crímenes, y que como el victimario pudo haber viajado a bordo de uno de esos barcos habría dispuesto del tiempo y de las oportunidades precisas para perpetrar los atentados.La factibilidad de tal conexión se vería reforzada por la constatación –a través de reportes de prensa– de haberse consumado un homicidio en octubre de 1889 en la ciudad de Flensburg, en el Báltico, que era un puerto alemán usado para sus travesías por los cargueros germanos de Bremen y Hamburgo. La víctima fue una prostituta cuyo cuerpo apareció mutilado en forma similar a aquellos con los cuales Jack el Destripador se encarnizara.
El estudioso consideró que el navío con mayores probabilidades de haber llevado a bordo al asesino fue el mercante Reiher. Aunque los listados consignando arribos de ese barco a Inglaterra son confusos e incompletos, figuraría ocupando el cargo de maquinista un tripulante de apellido Zahn –posible alias utilizado por Feigenbaum–. El aludido buque permaneció anclado en la capital inglesa en el tiempo de los dos primeros homicidios. Luego regresó a Alemania y volvió a partir desde el puerto de Bremen el 5 de setiembre de 1888 rumbo a Londres, donde estuvo involucrado en una colisión en aguas del Támesis, de resultas de la cual quedó inmovilizado. La tripulación debió por fuerza descender y asentarse durante un lapso en el sector este de la ciudad, a la espera de que su nave fuera reparada. Aunque oficialmente no se dejó constancia del anclaje de dicha embarcación, parece evidente que la misma debió atracar en algún tramo de la orilla del caudaloso río. Otro barco alemán, el Sperber, zarpó desde el puerto de Bremen llegando a la capital británica el 30 de setiembre en la mañana. A la noche tendría cabida el doble crimen contra Liz Stride y Kate Eddowes.
A su vez, el Reiher, ya reparado, continuó navegando y practicando repetidas escalas entre ambos puertos. Quedan constancias de que el buque ya estaba de vuelta en Londres el 8 de noviembre de 1888, día previo al horrible asesinato de Mary Jane Kelly. También permaneció varado en un muelle anglosajón el 17 de julio de 1889, fecha del fallecimiento de la víctima no canónica Alice McKenzie. En busca de apuntalar su tesis de que el verdugo de prostitutas resultó un marino mercante –y en particular, que fue Carl Feigenbaum– Trevor Marriott relevó la existencia de una secuencia de crueles muertes acaecidas en otros países, en época cercana a los homicidios del East End y facturados con modus operandi semejante, los cuales pudieron ser obra de un psicópata itinerante que aprovechara la movilidad que su forma de vida náutica le permitía. Si bien la constancia de la veracidad de esos violentos óbitos está dada sólo por crónicas de prensa y no quedarían al presente registros policiales o judiciales de los mismos, de cualquier forma, el elenco puesto al descubierto es muy sugerente. e inquietante. El 11 de abril de 1890 en Hurley, Wisconsin, Estados Unidos, fue asesinada Laura Whittlesay, alias «Lottie Morgan». El rotativo Wisconsi´s Star reportó que en Hurley tuvo lugar anoche una escena de crimen, que iguala en horror a cualquiera de las habidas en Whitechapel, cuando al fondo de una cantina llamada Ives, en uno de los peores sectores de la ciudad, fue detectado el cadáver de esa fémina que ejercía el meretricio. Sobre su ojo derecho se visualizaba un profundo corte que constituyó la razón del deceso. Un hacha con manchas de sangre se encontró en un galpón contiguo, y no se duda que esa fue el arma empleada para matarla. Se ubicó al costado de la cabeza de la occisa un revolver de su propiedad con sus cámaras llenas de balas sin usar, lo cual sugiere que intentó defenderse, pero su homicida fue más rápido. El móvil no consistió en el robo, ya que la difunta lucía en sus dedos anillos con engarce de diamante y otras joyas de subido precio, y portaba más de veinte dólares en metálico. Morgan fue vista por postrera vez a la hora 11 en la taberna de John Sullivan, y desde allí se trasladó a través de un callejón anexo para llegar a su habitación, siendo interceptaba en el camino por su matador, quien probablemente estaba al acecho. La policía no obtuvo pistas firmes. La chica era una actriz favorita de los teatros de variedades locales, pero venía atravesando por una mala racha.
A su vez, el periódico Bessemer, de Michigan, dedicó un conciso artículo a ese crimen señalando que Lottie Morgan contaba con alrededor de veintisiete años y pertenecía al bajo mundo. Fue hallada muerta en la mañana del 11 de abril detrás de una cantina en Hurley, su cabeza estaba rajada y su cuerpo espantosamente amputado con un hacha. Se culminaba anunciando que la policía venía trabajando sobre una pista y, literalmente, el reportero proclamaba que éste era un caso de Jack el Destripador.
El 28 de abril de 1890 un diario alemán de Benthen, ciudad lindante con Polonia, informó que en dicha zona había tenido efecto una espantosa barbarie análoga a las inferidas por el descuartizador londinense. El cadáver de una fémina fue encontrado detrás del hospital militar de la ciudad. Su abdomen había sido abierto desde el ombligo, y el resto de su organismo sometido a salvajes amputaciones incluyendo la cara. El grado de perfidia recordaba a la agresión contra Marie Jeannette Kelly en Inglaterra. La víctima era esposa de un sastre de la localidad. Ese asesinato sigue sin ser resuelto.
El 4 de diciembre de 1890 en Berna, Suiza, un periódico local comunicó que la ciudad, normalmente apacible, se hallaba espantada por un ataque semejante a los ocasionados por Jack the Ripper en Whitechapel, Londres. Cuando unos hombres incursionaban a través de un bosque de la vecindad, dieron con el cuerpo de una joven campesina degollada y mutilada en forma impactante. Se informó que no hay rastros de su homicida. Esta muerte nunca fue esclarecida.
El 24 de abril de 1891, en la ciudad norteamericana de Nueva Jersey, Manhattan, acaeció un crimen que gozó de más cobertura de prensa que los previamente nombrados, y del cual sí se guarda constancia en archivos policiales. Se trató del cometido contra Carrie Brown, una prostituta de cincuenta y seis años registrada en el hotel East River, situado en la esquina sureste de las calles Catherine Slip y Walter. Se la había visto en compañía de un hombre entre las 20 y 30 y las 23 horas de la noche del 23 de abril. Su cadáver fue ubicado yaciendo encima de su cama al amanecer siguiente. Estaba desnuda desde las axilas hacia abajo, de acuerdo informó el empleado nocturno que así la halló. El cuerpo denotaba secuelas de cruentas laceraciones con sinuosas heridas en la región abdominal y vaginal. Asimismo, exhibía extraños cortes practicados en sus nalgas, como si el asesino hubiese querido dibujar sobre ellas. Había sido estrangulada con una prenda íntima. El doctor Jenkins, médico forense encargado de practicar la autopsia, explicó que quien la eliminó arrancó, y se llevó consigo, una porción de los intestinos de la desgraciada extinta.
Otro eventual asesinato que también pudo ser facturado por un marino itinerante –eventualmente Feigenbaum– sucedió el 25 de octubre de 1891 en Berlín, Alemania. Noticias de esta agresión fatal quedaron registradas en la edición del día siguiente del The Times de Londres, el cual reportó que aquella ciudad hervía en ebullición por un ataque semejante a los inferidos por el Destripador en Gran Bretaña. Una mujer de apellido Nitsche fue abordada en horas nocturnas en el Holzmarkt Gasse –un pequeño edificio de viviendas en la región norte de la capital germana– por un sujeto que la acompañaba a su vivienda emplazada en el mismo lugar donde residía un matrimonio de apellido Poestsch. Esa casa no era la morada habitual de la dama pero ésta la usaba de forma ocasional. No bien aquella ingresó al inmueble fue ofendida por su acompañante, quien le cortó el cuello y luego le rajó el cuerpo desde la garganta hacia abajo. Cuando otra señora llamada Mueller –quien también hacía uso de esa habitación y se despertó por los gritos de la agredida– intentó intervenir, el ofensor la empujó y escapó hacia la calle. Un hombre que acompañaba a Mueller corrió en su persecución sin éxito. El examen forense sobre el apartamento no arrojó resultados positivos. Se ubicó un arma que pertenecía a la difunta y que su verdugo empuñó para infligir la segunda herida. El primer cuchillo blandido, que tenía forma de daga, se lo llevó consigo el atacante. Se pensó que éste era una persona mentalmente insana. El culpable jamás fue apresado.
El 31 de enero de 1892 se verificó un nuevo homicidio en Nueva Jersey, Estados Unidos. En esta ocasión la víctima devino una anciana de setenta y tres años, Elizabeth Senior. La fenecida fue encontrada en su casa, cercana a dónde mataran a Carrie Brown el pasado año. La garganta de la dama resultó seccionada y su cuerpo sufrió varias cuchilladas. Parece que el ultimador hizo gala de gran calma. Se lavó las manos y procedió al saqueo de la finca antes de retirarse. Es otro crimen que continúa sin tener solución.
El 3 de abril de 1892 en la capital germana un periódico regional notició que la población de la ciudad estaba convulsionada por un asesinato con el perfil de los de Jack el Destripador. El cadáver de una prostituta fue hallado estrangulado yaciendo sobre la escalera de una vivienda aledaña a la jefatura de policía en Kaiser Wilhermstrasse. El victimario fue interrumpido en su faena, y huyó sin poder desfigurar al cadáver como –según parecía– era su propósito. Tampoco nunca nadie fue procesado por dicho crimen.
El colofón de esta sangrienta retahíla fue la violenta muerte de Juliana Hoffmann el 31 de agosto de 1894 en Nueva York. Aquí, como ya vimos, el responsable fue capturado luego de que cercenó el cuello a su víctima, sin poder concluir su abominable tarea de mutilar. Aquel matador, nuestro ya tan familiar marino mercante, pudo igualmente haberse llamado Anton Zahn o Carl Zahn; y tantos méritos hizo como psicópata y sádico criminal que a su respecto su abogado patrocinante sentenció:
«Creo que Carl Feigenbaum, a quien han visto morir en la silla eléctrica, puede fácilmente estar conectado con los crímenes del Destripador en Londres.»
A manera de síntesis de su acusación contra Feigenbaum/Zahn el experto Trevor Marriott subrayó que a partir de su ejecución en el año 1896 ya no se consumaron en los Estados Unidos homicidios con parecido modus operandi que aquél, al igual que no los volvió a haber en Inglaterra luego de que el marinero zarpó de ese país. Enfatizó que tras su arribo a tierra americana en 1891, y mientras permaneció allí, fue que sucedieron barbáricos crímenes contra mujeres. Dado que podría haber sido tripulante de navíos comerciales alemanes que iban y venían desde su país a Norteamérica, fue posible que matase en suelo teutón y también en tierras europeas, donde aquellos barcos pudieron hacer escala en el entorno de las fechas de los asesinatos comprendidos dentro del precedente elenco. La hipótesis sugerida por este perito aunque está correctamente elaborada, es apoyada por respetable prueba documental, y cuenta con plausibles argumentos, suscitó –pese a ello– radicales críticas a cargo de otros especialistas en la historia.
Por ejemplo, el ripperólogo Wolf Vanderlinder puso en tela de juicio las conclusiones básicas ofrecidas en el libro de Marriott. Resumiendo los motivos que justifican su escepticismo planteó:
«… ¿Carl Feigenbaum fue Jack el Destripador? Parece poco probable. No se puede confiar sólo en la palabra William Lawton. La supuesta confesión no fue compartida. El confesor se negó a afirmar o desmentir. No ha sido demostrada la conexión con Whitechapel, Londres en 1888. La serie de asesinatos con mutilación cometidos en Wisconsin no existió. El co-abogado, que conocía al sospechoso, desestimó los dichos de su colega. La historia desapareció rápidamente… La teoría es plausible pero no demostrada ¿Podría ser el Destripador un marino alemán? Si, pero también podía serlo un marinero americano, portugués o malayo, o un carnicero, panadero, sastre, mendigo o ladrón. ¿Podría haber sido Carl Feigenbaum? No, con la casi completa falta de pruebas que se han presentado para apoyar su candidatura…»
EL CRIMEN COMPROBADO
La historia oficial, por su parte, registra la comisión de un único asesinato de segura autoría de este delincuente el cual –atento a su saña y gravedad– bastó para condenarlo a muerte. La viuda Juliana Hoffmann contaba con cincuenta y seis años el 1º de setiembre de 1894, fecha en cuya madrugada moriría degollada. Por entonces vivía con su llamativamente joven hijo, de sólo dieciséis años, en una habitación precaria de la calle Sexta Oriente de la ciudad de Nueva York, en el segundo piso de un vetusto edificio en cuya planta baja se emplazaba un almacén. Una segunda muy modesta habitación de la cual eran inquilinos se la habían subarrendado a un alemán de cincuenta y cuatro años. El miércoles 29 de agosto dicho sujeto había acudido a la casa en respuesta al anuncio colocado en un periódico donde se ofrecía en alquiler la pieza con muebles.
–Es justo lo que andaba buscando. Me quedo con ella– anunció, mientras le daba la espalda inspeccionando el cuarto–. Segundos más tarde, como si repentinamente hubiese recordado algo, volviéndose hacia la fémina añadió:
–Eso en caso de que usted esté conforme con que yo sea su inquilino, por supuesto.
– ¿Porqué no habría de estarlo? Usted parece ser un buen hombre. Y también le ha caído simpático a mi hijo cuando vino hoy por la mañana y yo no me encontraba. Si dispone del dinero que pido como adelanto la pieza es suya– repuso la interpelada. Aquella era una mujer de mediana estatura, ataviada para la ocasión lo más decorosamente que sus exiguos ingresos le permitían. Lucía su larga cabellera negra atada con un rodete, y en ella las canas que principiaban a aparecer enmarcaban una cara casi sin arrugas. Era un rostro más agraciado del que cabría esperar considerando su edad y las muchas fatigas que la vida le impusiera. También destacaba su cuello, el cual parecía más blanco, terso y esbelto que el resto de su cuerpo. Y ese cuello –más exactamente la garganta– cautivó la atención de su interlocutor, quien enfocó allí, durante un fugaz instante, una intensa y extraña mirada.
–Gracias señora. Estoy contento por haberme puesto de acuerdo con usted tan rápidamente– afirmó el otro con tono deferente, al tiempo que extendía su diestra para que ella se la estrechara en gesto de aprobación. Aunque la palma era áspera, su mano poseía una delicadeza contrastante con la tosquedad de sus demás rasgos.
El tipo con el cual Juliana acababa de cerrar el trato se había presentado como marinero sin ocupación actual. Dio la excusa de que al día siguiente omenzaría a trabajar de florista en una tienda local y que, merced a ese salario, podría hacer frente al pago del precio pactado, consistente en un dólar por semana más ocho centavos diarios a cambio del desayuno. No obstante, se apresuró a informar que traía consigo los dos dólares requeridos a fin de señar la habitación.
Próximo a las 22 horas del viernes 31 de agosto de 1894 el flamante subarrendatario permanecía en su pieza, y con una oreja aplicada contra la pared divisoria aguardó, expectante, que se hiciera silencio del otro lado. En la habitación contigua, y sin recelar de las intenciones de su taimado huésped, dormía la arrendadora en su cama instalada al costado de una de las ventanas, en tanto su hijo reposaba en un largo sillón. Ese improvisado lecho se ubicaba en el extremo opuesto y sobre el mismo se cernía una cerrada penumbra. A causa de la oscuridad fue que el inquilino, tras abrir furtivamente la puerta, no se percató que una segunda persona estaba dentro. Las dos noches anteriores había visto al chico escabullirse para penetrar en el apartamento de la criada del edificio, y dio por seguro que también esta vez aquél pernoctaría allí. Pero la sirvienta tenía marido, un viajante de comercio que precisamente retornó a su hogar ese día.
El joven durmiente representó el único testigo ocular del homicidio. Se levantó sobresaltado a mitad de la noche al oír los gritos proferidos por su madre y vio al intruso reclinado sobre la cama de la mujer, la cual dificultosamente pugnaba por ponerse en pie y repeler la agresión. El atacante esgrimía un cuchillo en su mano derecha y ya había inferido una incisión en el cuello de la señora. Esa acometida no fue mortal, y seguramente la ejecutó el ofensor cuando su víctima permanecía dormida. El muchacho acudió en defensa de su progenitora y pateó al criminal, mientras éste permanecía de espaldas, haciéndolo trastabillar, intervención que le permitió a la agredida reincorporarse e intentar el escape. Feigenbaum dio media vuelta encarándose con el jovencito y lo amenazó blandiendo en alto el cuchillo sangrante, gesto que hizo a éste huir hacia la ventana, treparse a la cornisa y comenzar a gritar en dirección a la calle en demanda de socorro. Sus patéticos alaridos de «¡crimen!», «¡policía!» alertaron a vecinos y transeúntes, quienes empezaron a congregarse en el pórtico de ingreso del edificio. Empero, Juliana Hoffmann se hallaba mal herida, y el agresor capitalizó su debilidad para seguir ofendiéndola encarnizadamente. Le hizo perder el equilibrio y se montó sobre ella inmovilizándola, luego de lo cual rasgó su garganta hasta herir la vena yugular con un profundo tajo propinado de izquierda a derecha en la base del cuello, frente a la impotente mirada de su hijo que continuaba encaramado sobre la cornisa reclamando desesperadamente auxilio. La ayuda llegó pronto pues, además de vecinos y curiosos, dos agentes de la comisaría local hicieron acto de presencia y persiguieron al prófugo mientras éste procuraba evadirse atravesando un corredor aledaño, con sus manos y su camisa manchadas de sangre. El delincuente comprendió que no podía salir por la entrada principal del edificio, que estaba atestada de gente, y optó por trepar al techo, quitándose el calzado para hacer mejor equilibrio. Desde allí se lanzó rumbo a un corredor que daba a la calle Sexta; pero su maniobra fue advertida y los policías lo interceptaron, reduciéndolo al cabo de una corta refriega. Lo trasladaron mediante la fuerza a la habitación del crimen, donde fue identificado por testigos que habían acudido en defensa de la moribunda. El detenido no se amilanó frente a las acusaciones. Por el contrario, de inmediato improvisó una coartada que –aunque increíble– mantuvo tercamente a lo largo de su ulterior enjuiciamiento penal. Pretextó a sus aprehensores que el asesino era un conocido suyo de apellido Weibel al cual por caridad había permitido pernoctar en su cuarto, puesto que el individuo le aseguró que no tenía donde quedarse. El pérfido acompañante esperó a que Carl se durmiese y se deslizó hacia la habitación de la señora Hoffmann con el propósito de robarle. Al ser sorprendido por ésta comenzó a apuñalarla provocando sus agónicos gritos. Los ruidos lo despertaron y –según pretendió– se trabó valientemente en combate con el ladrón, aunque con escasa fortuna porque aquél era más robusto y lo dejó inconsciente de un duro golpe.
Una vez repuesto, y al percibir el tremendo alboroto suscitado, creyó que lo irían a confundir con el homicida y entró en pánico. Por eso fue que escaló hasta el techo, y desde allí saltó con destino al corredor donde los policías lo aprehendieron. Justificó las secuelas hemáticas que impregnaban sus manos y su camisa como fruto del forcejeo con el tal Weibel, quien quedara ensangrentado a raíz de su salvaje ataque contra la mujer. En el escenario del atentado se hallaron evidencias materiales que incriminaban al presunto florista. Por ejemplo, en la habitación que rentaba se ubicó una vaina de tela azul para guardar cuchillos y una piedra de las que se usaban a fin de afilar herramientas cortantes.
Pero, claro está, lo más lapidario a los efectos de condenarlo fueron los numerosos y armónicos testimonios oculares ofrecidos en su contra, así como el hecho de haber sido apresado en plena fuga con las manos y ropas ensangrentadas y, sobre todo, el dramático testimonio rendido entre sollozos por el adolescente hijo de la víctima. La razón del homicidio aducida por la acusación fiscal consistió en el hurto, pues Juliana guardaba en su armario una modesta suma dentro de un libro de oraciones, y aquel importe no se recuperó. No obstante, si el móvil fincaba en robar no se explica por qué motivo el supuesto caco portaba un recio cuchillo si –conforme se destacó en el proceso– el hombre sabía dónde se ocultaba ese dinero y el armario no estaba cerrado con llave. Asimismo, si nada más quería hurtar no se justificaba que penetrara a la habitación sabiendo que allí se encontraba la señora, cuando hubiera resultado más seguro aguardar a que aquella se retirase y después entrar a cometer el latrocinio. Y lo que torna aún menos plausible la hipótesis del robo como explicación de ese homicidio es la tan sañuda vesanía de la cual hizo gala el ultimador. En realidad, todo apunta a que se trató del clásico asesinato perpetrado por placer, o motivado en la compulsión de «matar por matar» que obsesiona a un victimario en cadena.
EL CASTIGO
El hombre que años después se convertiría en sospechoso de haber sido Jack el Destripador sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal cuando tañeron las campanadas de la cárcel de Sing Sing. Su hora final había sonado. Muy pronto los guardianes vendrían a buscarlo para conducirlo al patíbulo. Aunque alemán de nacimiento, y de fe católica, nunca había respetado los mandamientos cristianos, ni mucho menos, observado las palabras de las sagradas escrituras. Pero aquella alborada, mientras fenecía su última noche sobre la tierra, la había pasado en constricción, recibiendo el auxilio espiritual de dos sacerdotes. Humilde, se había arrodillado y vaciado su alma desahogándose ante los servidores del Señor. ¿Qué enormidades les había confesado?
Los religiosos ahora tendrían que cargar para siempre con sus terribles confidencias en acatamiento del secreto de confesión. ¿O tal vez, ni siquiera ante éstos el reo había abierto en verdad su alma?
Ya era bastante la culpa conocida por todos con la cual cargaba: el asesinato espantoso de una pobre viuda. Muerte a cuchillo, sin piedad. Ahora la justicia norteamericana que lo había atrapado no tendría conmiseración para con él. Los guardias ya lo sacaban a rastras de su celda rumbo a la cámara del horror. Se sentó en la silla eléctrica sin oponer resistencia. Se quitó los lentes entregándoselos a su sacerdote confesor preferido y le pidió que los guardase para que fueran enterrados con él. El padre Bruder se mantuvo bien cerca suyo mientras lo amarraban con las correas. Los asistentes pudieron ver muy claras las lágrimas en los ojos del siervo de Dios. El condenado le besó la mano. Luego, esbozando una forzada sonrisa cómplice, hizo un gesto amistoso hacia el verdugo:
«Yo también he estado en el lugar en que tú estás ahora», parecía decirle.
Y es que, después de todo, también él había sido verdugo de sus semejantes, y sin siquiera concederles un juicio previo justo, ni la menor posibilidad de defensa. Wardem Sage, el ejecutor pagado por el Estado, le agradeció el saludo y se puso presto a su tarea. Le ajustó los electrodos a la base del cráneo y en la pantorrilla de la pierna derecha.
El médico de la prisión, doctor Irvine, se aproximó también. Chequeó de un vistazo la situación y dio media vuelta dirigiéndose al señor Davis, el carcelero encargado de aplicar la corriente eléctrica. Con un ademán adusto le indicó que procediera. El funcionario bajó la manivela y el primer impacto eléctrico atravesó por el cuerpo del ajusticiado. La corriente escaló a mil ochocientos veinte voltios. Eran las 11 y 16 minutos de la mañana del lunes 27 de abril de 1896.
Tras treinta segundos, el voltaje descendió hasta los trescientos voltios. El circuito se apagó e, instantes después, volvió a encenderse atizando un segundo relámpago de otros mil ochocientos veinte voltios. Eran las 11 y 17 minutos.
El penado estaba muerto. Calcinado y humeante en las zonas donde sufrió las descargas. Su rostro azulado delataba, sin dejar lugar a dudas, que la vida se le había escapado definitivamente. Pero debía seguirse con el rito fúnebre. Los forenses Irvine y Gibbs, hurgaron bajo la camisa del reo y palparon su pecho examinándolo con sus espectrómetros, tras lo cual con parcos movimientos de sus cabezas confirmaron el deceso. La menguada asistencia soltó la respiración trabajosamente contenida.
A las 11 y 18 minutos, Carl Ferdinand Feigenbaum, el asesino psicópata, fue declarado clínicamente muerto.
* Reproducido en: "Jack el Destripador. La leyenda continúa" del autor, 1° edición, Editorial Torre del Vígía, Montevideo-Uruguay, mayo 2015, ISBN. 978-9974-99-868-1, pags. 43 a 56.
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